Las 30 mejores películas latinoamericanas de la historia
El cine de América Latina ha retratado vidas abandonadas a su suerte desde siempre. Los siguientes mejores largometrajes, a los que Sábado de Cine llegó gracias a las listas de 80 expertos, son la prueba reina de una narrativa que jamás se rinde.
Amores perros (México, 2000) de Alejandro González Iñárritu
En Ciudad de México, un fatal accidente automovilístico afecta trágicamente a tres personas. Octavio, un adolescente, decide escaparse con Susana, la esposa de su hermano; el Cofí, su perro, se convierte en el instrumento para conseguir el dinero necesario para la fuga. Al mismo tiempo, Daniel, un hombre maduro deja a su esposa y a sus hijos para irse a vivir con Valeria, una hermosa modelo. El mismo día en que celebran su nueva vida, el destino hace que Valeria sea víctima de un trágico accidente.
Memorias del subdesarrollo (Cuba, 1968) de Tomás Gutiérrez Alea
Que las contradicciones del burgués pueden reflejar como en un espejo las de la sociedad donde la burguesía ha llevado la voz cantante, lo demuestra esta historia de razonamiento e ironía. Una historia personal que hubiera sido intrascendente de no ocurrir en los vertiginosos días de la revolución, cuando todas las contradicciones se pusieron al rojo vivo. La película entrega un monólogo interior con mirada a la calle, como es la novela homónima de Edmundo Desnoes.
Ciudad de Dios (Brasil, 2002) de Fernando Meirelles y Katia Lund
La premiada historia de esos dos amigos Puscapé y Zé Pequeño, que sobreviven como mejor pueden a la vida en las favelas, es también una síntesis de los recursos del cine, pero con un pulso nuevo, acaso “latinoamericano”, que le hace una experiencia nunca antes vivida.
Los olvidados (Mexico, 1950) de Luis Buñuel
Ofendió, en su momento a todo México. Algún político pidió, apenas la vio, la expulsión de Buñuel. Contaba con una fuerza que no se volverá a ver, una venganza escalofriante entre niños callejeros. Simplemente retrataba, en el cuerpo de Jaibo, su protagonista, la verdad de un continente. Su director fue el mejor en Cannes.
La Ciénaga (Argentina, 2001) de Lucrecia Martel.
Es una mirada: una manera de reunir, en una mirada, los azares, los gestos, los pequeños relatos que suceden en dos familias de Mecha y la de Tali. Su atmosfera amenazante, su banda sonora violenta, su contención visual: todo está bien en las manos maestras de Martel.
Wisky (Uruguay, 2004) de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll.
Tienen mucho de cómic triste. Se agranda con el paso de los años. Pone en escena a dos hermanos, Jacobo y Herman, que son las dos caras de la moneda.
El secreto de sus ojos (Argentina, 2009) de Juan José Campanella
A medio camino entre el cine de Billy Wilder, y le cine más latinoamericano posible, esta ganadora del Orcas tuvo cara, desde la primera vez, de clásico.
El ángel exterminador (México, 1962) de Luis Buñuel
Sucede en la otra orilla de Los Olvidados; esa perturbadora comida de clase alta que jamas se termina en una metáfora, otra de Buñuel, que pinta nuestras sociedades.
La historia oficial (Argentina, 1985) de Luis Puerzo.
Puede pasar en cualquier rincón del continente: la profesora de historia Alicia de Ibáñez se entera, de la peor manera posible, de los horrores de la Argentina de la dictadura.
Dios y el diablo en la tierra del sol (Brasil, 1963) de Glauber Rocha.
Una gran película del oeste que trata una región sin Dios ni ley: el villano Antonio das Mortes, “matador de cangaceiros”, cree que le hace un bien al mundo.
Rodrigo D. No futuro (Colombia, 1990) de Víctor Gaviria.
Si un día tocara la batería de una banda de punk, si sobreviviera de los barrios más duros de Medellín en esta película que haya poesía en el horror, Rodrigo D. seria de mentiras.
Y tu mamá también (México, 2001) de Alfonso Guarón.
Otra que se agranda con los años. Una historia de iniciación que recrea, como quien no se da cuenta, una generación latinoamericana que se resiste a crecer.
Estación central (Brasil, 1998) de Walter Salles.
Josué busca a su padre de la mano de la peor de las acompañantes: una mujer cínica, la exmaestra Dora, que irá recobrando la humanidad con el paso de este gran melodrama.
Historias mínimas (Argentina, 2002) de Carlos Sorín.
Cree tanto en sus tres personajes, los sigue, uno a uno, con una compasión tan alejada de la caridad de estos países, que verla es una especie de lección de vida.
La vendedora de rosas (Colombia, 1998) de Víctor Gaviria.
A partir de La vendedora de cerillas, el relato de Andersen que podría ocurrir en las comuna 10 de Medellín, Gaviria le da una figura a nuestra indiferencia.
Nueve reinas (Argentina, 2005), de Fabián Bielinky.
Bielinsky, que murió tras filmar la brillante El aura, dejó antes esta divertida película de estafadores que cruza el género con la picaresca que dejaron los españoles.
El hijo de la novia (Argentina, 2001), de Juan José Campanella
Una comedia romántica con todas las de la ley que ha ido ganándose las palabras de la crítica después de años de alimentarse de la guardia abajo del público.
La estrategia del caracol (Colombia, 1993), de Sergio Cabrera.
Sintetiza el humor, los arquetipos y el gran tema del cine colombiano (la explotación de los uno a los otros), con una conmovedora nostalgia por lo colectivo.
El lugar sin límites (México, 1978), de Arturo Ripstein.
El maestro Arturo Ripstein rescata, de la estupenda novela de José Donoso, un mundo feudal –un infierno en que todos carecen de todo- sitiado por el machismo.
Fresa y chocolate (Cuba, 1994), de Tomás Gutierrez Alea y Juan Carlos Tabío.
La historia de amor entre el homosexual Diego y el heterosexual David sucede en la cuba que Alea había vaticinado en Memorias del subdesarrollo.
La batalla de Chile (Chile, 1975 a 1979), de Patricio Guzmán.
Quien ve el brillante documental de Guzmán, un tríptico de ese infierno que fue la Chile de Pinochet, ve en tiempo real las mentiras que contuvieron a un pueblo.
El pez que fuma (Venezuela, 1977), de Ramón Chalbaud.
Los personajes de un burdel que acaba de cambiar colchones, todo un microcosmos, se encuentran condenados a su mala suerte en esta comedia clásica venezolana.
Machuca (Chile, 2004), de Andrés Wood.
Vea usted como era Chile antes de Pinochet, como eran esos dos niños, Gonzalo Infante y Pedro Machuca, antes de darse cuenta de que en la vida solo se tiene en las manos ser uno mismo.
La teta asustada (Perú, 2009), de Claudia Llosa.
Fausta tiene miedo todo el tiempo. Se niega a caer en la mala suerte de su madre. Va por el mundo, en esta película sobrecogedora, con la mirada al piso de las huérfanas eternas.
Pixote (Brasil, 1981), de Hector Babenco.
Hace treinta años los cinéfilos del planeta adoraban esta película: aquí está, una vez más entre las grandes obras de Latinoamérica, la historia de ese niño que bordea la muerte calle a calle.
Infancia Clandestina (Argentina, 2011), de Benjamín Ávila.
Después de vivir en el exilio, Juan, un niño de doce años, regresa con su familia al país, donde todavía ocupa el poder el régimen militar que les obligó a huir. Aunque es testigo de la actitud combativa de sus padres, intenta llevar una vida normal, en la que el colegio, las fiestas, las acampadas, las bromas y las risas con mamá también tienen su lugar.
No (Chile, 2012), de Pablo Larrain.
Película nominada a los Oscar a mejor película de habla no inglesa. Un capítulo decisivo de la transición en la historia de Chile que explica de manera absorbente el poco probable camino de un país de la opresión a la democracia.
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Foto: Sábado de Cine |
En Ciudad de México, un fatal accidente automovilístico afecta trágicamente a tres personas. Octavio, un adolescente, decide escaparse con Susana, la esposa de su hermano; el Cofí, su perro, se convierte en el instrumento para conseguir el dinero necesario para la fuga. Al mismo tiempo, Daniel, un hombre maduro deja a su esposa y a sus hijos para irse a vivir con Valeria, una hermosa modelo. El mismo día en que celebran su nueva vida, el destino hace que Valeria sea víctima de un trágico accidente.
Memorias del subdesarrollo (Cuba, 1968) de Tomás Gutiérrez Alea
Que las contradicciones del burgués pueden reflejar como en un espejo las de la sociedad donde la burguesía ha llevado la voz cantante, lo demuestra esta historia de razonamiento e ironía. Una historia personal que hubiera sido intrascendente de no ocurrir en los vertiginosos días de la revolución, cuando todas las contradicciones se pusieron al rojo vivo. La película entrega un monólogo interior con mirada a la calle, como es la novela homónima de Edmundo Desnoes.
Ciudad de Dios (Brasil, 2002) de Fernando Meirelles y Katia Lund
La premiada historia de esos dos amigos Puscapé y Zé Pequeño, que sobreviven como mejor pueden a la vida en las favelas, es también una síntesis de los recursos del cine, pero con un pulso nuevo, acaso “latinoamericano”, que le hace una experiencia nunca antes vivida.
Los olvidados (Mexico, 1950) de Luis Buñuel
Ofendió, en su momento a todo México. Algún político pidió, apenas la vio, la expulsión de Buñuel. Contaba con una fuerza que no se volverá a ver, una venganza escalofriante entre niños callejeros. Simplemente retrataba, en el cuerpo de Jaibo, su protagonista, la verdad de un continente. Su director fue el mejor en Cannes.
La Ciénaga (Argentina, 2001) de Lucrecia Martel.
Es una mirada: una manera de reunir, en una mirada, los azares, los gestos, los pequeños relatos que suceden en dos familias de Mecha y la de Tali. Su atmosfera amenazante, su banda sonora violenta, su contención visual: todo está bien en las manos maestras de Martel.
Wisky (Uruguay, 2004) de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll.
Tienen mucho de cómic triste. Se agranda con el paso de los años. Pone en escena a dos hermanos, Jacobo y Herman, que son las dos caras de la moneda.
El secreto de sus ojos (Argentina, 2009) de Juan José Campanella
A medio camino entre el cine de Billy Wilder, y le cine más latinoamericano posible, esta ganadora del Orcas tuvo cara, desde la primera vez, de clásico.
El ángel exterminador (México, 1962) de Luis Buñuel
Sucede en la otra orilla de Los Olvidados; esa perturbadora comida de clase alta que jamas se termina en una metáfora, otra de Buñuel, que pinta nuestras sociedades.
La historia oficial (Argentina, 1985) de Luis Puerzo.
Puede pasar en cualquier rincón del continente: la profesora de historia Alicia de Ibáñez se entera, de la peor manera posible, de los horrores de la Argentina de la dictadura.
Dios y el diablo en la tierra del sol (Brasil, 1963) de Glauber Rocha.
Una gran película del oeste que trata una región sin Dios ni ley: el villano Antonio das Mortes, “matador de cangaceiros”, cree que le hace un bien al mundo.
Rodrigo D. No futuro (Colombia, 1990) de Víctor Gaviria.
Si un día tocara la batería de una banda de punk, si sobreviviera de los barrios más duros de Medellín en esta película que haya poesía en el horror, Rodrigo D. seria de mentiras.
Y tu mamá también (México, 2001) de Alfonso Guarón.
Otra que se agranda con los años. Una historia de iniciación que recrea, como quien no se da cuenta, una generación latinoamericana que se resiste a crecer.
Estación central (Brasil, 1998) de Walter Salles.
Josué busca a su padre de la mano de la peor de las acompañantes: una mujer cínica, la exmaestra Dora, que irá recobrando la humanidad con el paso de este gran melodrama.
Historias mínimas (Argentina, 2002) de Carlos Sorín.
Cree tanto en sus tres personajes, los sigue, uno a uno, con una compasión tan alejada de la caridad de estos países, que verla es una especie de lección de vida.
La vendedora de rosas (Colombia, 1998) de Víctor Gaviria.
A partir de La vendedora de cerillas, el relato de Andersen que podría ocurrir en las comuna 10 de Medellín, Gaviria le da una figura a nuestra indiferencia.
Nueve reinas (Argentina, 2005), de Fabián Bielinky.
Bielinsky, que murió tras filmar la brillante El aura, dejó antes esta divertida película de estafadores que cruza el género con la picaresca que dejaron los españoles.
El hijo de la novia (Argentina, 2001), de Juan José Campanella
Una comedia romántica con todas las de la ley que ha ido ganándose las palabras de la crítica después de años de alimentarse de la guardia abajo del público.
La estrategia del caracol (Colombia, 1993), de Sergio Cabrera.
Sintetiza el humor, los arquetipos y el gran tema del cine colombiano (la explotación de los uno a los otros), con una conmovedora nostalgia por lo colectivo.
El lugar sin límites (México, 1978), de Arturo Ripstein.
El maestro Arturo Ripstein rescata, de la estupenda novela de José Donoso, un mundo feudal –un infierno en que todos carecen de todo- sitiado por el machismo.
Fresa y chocolate (Cuba, 1994), de Tomás Gutierrez Alea y Juan Carlos Tabío.
La historia de amor entre el homosexual Diego y el heterosexual David sucede en la cuba que Alea había vaticinado en Memorias del subdesarrollo.
La batalla de Chile (Chile, 1975 a 1979), de Patricio Guzmán.
Quien ve el brillante documental de Guzmán, un tríptico de ese infierno que fue la Chile de Pinochet, ve en tiempo real las mentiras que contuvieron a un pueblo.
El pez que fuma (Venezuela, 1977), de Ramón Chalbaud.
Los personajes de un burdel que acaba de cambiar colchones, todo un microcosmos, se encuentran condenados a su mala suerte en esta comedia clásica venezolana.
Machuca (Chile, 2004), de Andrés Wood.
Vea usted como era Chile antes de Pinochet, como eran esos dos niños, Gonzalo Infante y Pedro Machuca, antes de darse cuenta de que en la vida solo se tiene en las manos ser uno mismo.
La teta asustada (Perú, 2009), de Claudia Llosa.
Fausta tiene miedo todo el tiempo. Se niega a caer en la mala suerte de su madre. Va por el mundo, en esta película sobrecogedora, con la mirada al piso de las huérfanas eternas.
Pixote (Brasil, 1981), de Hector Babenco.
Hace treinta años los cinéfilos del planeta adoraban esta película: aquí está, una vez más entre las grandes obras de Latinoamérica, la historia de ese niño que bordea la muerte calle a calle.
Infancia Clandestina (Argentina, 2011), de Benjamín Ávila.
Después de vivir en el exilio, Juan, un niño de doce años, regresa con su familia al país, donde todavía ocupa el poder el régimen militar que les obligó a huir. Aunque es testigo de la actitud combativa de sus padres, intenta llevar una vida normal, en la que el colegio, las fiestas, las acampadas, las bromas y las risas con mamá también tienen su lugar.
No (Chile, 2012), de Pablo Larrain.
Película nominada a los Oscar a mejor película de habla no inglesa. Un capítulo decisivo de la transición en la historia de Chile que explica de manera absorbente el poco probable camino de un país de la opresión a la democracia.
La noche de los lápices (Argentina, 1986), de Hector Oliviera.
Recrea la historia desde el comienzo de las protestas estudiantiles de 1976 hasta 1980, cuando el único sobreviviente del grupo secuestrado fue liberado. El film se centra más en la experiencia física y psicológica de los personajes que en el contexto político y social imperante en la dictadura, desarrollando la historia de una manera que ésta se vea como universal y capaz de suceder en cualquier régimen autoritario, concentrándose en la situación de los seres humanos bajo extrema presión.
La ciudad y los perros (Perú, 1985), de Francisco José Lombardi
Es una adaptación cinematográfica peruana de la novela homónima del escritor peruano Mario Vargas Llosa realizada en 1985.
Soñar no cuesta nada (Colombia, 2006), de Rodrigo Triana
Narra la historia de tres soldados, tras repeler al enemigo encuentran una caleta con millones de dólares que pertenecen al grupo insurgente, los nuevos millonarios se dedican a derrochar el dinero en lujos por lo que levantan sospechas que llevan a una investigación por la cual terminarán siendo juzgados.